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Halle Berry; Cleveland, Ohio, 1968, la primera Actriz de raza negra en obtener un Oscar. En 1984, fue coronada «reina» del Cuyahoga Community College, el instituto al que asistía, lo que la animó a presentarse, al año siguiente, al concurso de belleza Miss América Adolescente, y ganó. Luego fue Miss Ohio, y cuando tuvo la edad reglamentaria, en 1986, estuvo a punto de ser Miss Estados Unidos de no haber sido acusada de votarse a sí misma, lo que se saldó con la concesión del título de «Primera Princesa», un segundo puesto al que ella supo sacarle un jugo de primera.


Halle procedía de un suburbio de Cleveland, de población mayoritariamente blanca, donde había sufrido burlas constantes por el color de su piel, tanto de esta comunidad dominante como de la minoría negra a causa de su mestizaje. Había llegado pues el momento del desquite. No obstante, muy probablemente por su experiencia como editora del periódico del instituto, ese año inició la carrera de periodismo radiofónico. Pero unos meses después, sobre todo tras competir por el título de Miss Mundo, ya se la podía admirar en anuncios publicitarios y revistas dedicadas a la moda, y en un momento dado se vio obligada a sacrificar los estudios.
Cuando se creyó lo bastante afianzada en la profesión, comenzó a intentar introducirse en los medios oportunos para convertirse en actriz, que era lo que realmente quería ser. Y así como los concursos de belleza habían sido el trampolín para su trabajo como modelo, la publicidad y los desfiles le servirían de plataforma de lanzamiento para llegar a Hollywood.
Y allí llegó, tras un curso de arte dramático en una escuela de Chicago, con todo el entusiasmo necesario para ganarse la vida como camarera en una cadena de fast food mientras esperaba «la gran oportunidad». Su paso por un sinfín de castings en los que sólo parecía contar su belleza y, sobre todo, la desazón que sintió al no obtener un papel en la famosa serie Los ángeles de Charlie, escogida y luego rechazada por el poderosísimo productor Aaron Spelling, la conminaron a tomarse las cosas con más calma.
En la primavera de 1989 hizo las maletas y aterrizó en Manhattan. Allí reactivó su profesión de modelo e intentó empezar de nuevo desde cero. Y desde que su nombre empezó a cobrar peso entre los fabricantes de anuncios (no pudo integrar el olimpo de las top models debido a su escaso metro setenta de estatura), hasta llegar a su condición, compartida con Karen Duffy y Cindy Crawford, de «rostro oficial» de la casa Revlon, logró participar como secundaria en algunas series de televisión.
Por fin obtuvo un papel con mayor protagonismo en Living dolls, un melodrama en el que encarnaba precisamente a una modelo insatisfecha y que, incluso cuando resultó un fracaso de audiencia, la dio a conocer como actriz, a unos pocos tal vez, pero entre ellos al inquieto Spike Lee, su verdadero descubridor. Si bien hizo otras cosas por entonces, lo único que prevalece es el papel de drogadicta que le proporcionó Lee en Fiebre salvaje (1991).
A partir de esta película, de todos modos, si bien su estatus y su caché aumentaron, su carrera fluctuó, durante toda la década de los noventa, entre el producto de éxito netamente comercial, como El príncipe de las mujeres (1992), vehículo de lucimiento de Eddie Murphy, o la versión real de Los Picapiedra (1994), de Brian Levant, otro realmente anodino, y alguno de mayor empeño, como Bullworth (1998), de Warren Beatty, o X-Men (2000), de Bryan Singer. Esto aparte de una intensa actividad en televisión, medio en el que sí alcanzó gran popularidad y que, después de más de una docena de soap-operas, la llevó a la obtención de los primeros premios importantes, el Emmy y el Globo de Oro a la mejor actriz dramática por la miniserie Introducing Dorothy Dandridge (1999), una película biográfica sobre la mítica estrella negra de Porgy and Bess (1959), nativa como ella de Cleveland e igualmente mulata, cuyo suicidio por sobredosis de barbitúricos, en 1965, causó consternación.

Con la década y con el siglo se cerró asimismo un período turbulento de su existencia. Cuando en enero de 1993 se casó con un ídolo del béisbol, la estrella del Atlanta Braves David Justice, creyó que había acabado su calvario. Por las palizas de su novio anterior había llegado a perder la audición del oído derecho durante todo un año. Pero Justice no fue una excepción. Parecía destinada a repetir la historia de su madre.
En 1997 se divorció e inició una nueva relación con el actor Shemar Moore que no fructificó. Por la misma época, además, las sucesivas multas y condenas por conducir en estado de ebriedad o sobrepasada de drogas testimonian el desequilibrio emocional que padecía. Por fin en 2000 se unió al que considera el hombre de su vida, el cantante de rhythm & blues Eric Benet, con quien tuvo una hija unos meses después, y en 2001 formalizaron su relación.
Su buena racha emocional coincidió con el reconocimiento de su talento: ganó el Oscar de Hollywood por su trabajo en Monster’s Ball (2001), convirtiéndose en la primera mujer negra que obtiene la estatuilla dorada como protagonista principal tras 74 años de historia de la Academia. Su interpretación en la película por la que fue galardonada es uno de esos trabajos de fuste dramático que sólo una actriz de talento puede abordar con éxito.
El Oscar la hizo famosa en todo el mundo de la noche a la mañana. Pronto fue elegida para rodar Muere otro día (2002), de Lee Tamahori, vigésima entrega de la serie James Bond, pero se prevén personajes de mayor enjundia dramática en su futura filmografía, ya que, al menos mientras dure su estrellato, podrá elegir sus trabajos con más libertad. Y porque tiene más poder podrá enfrentarse al apartheid de Hollywood orgullosa de ser quien es.

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